jueves, 10 de septiembre de 2009

PARÍS, TEXAS

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Me compré un terrenito bien bonito.



Un hombre con aspecto desarreglado camina en el desierto bajo el atento escrutinio de un águila. Quiere agua y el galón de plástico que trae consigo ha rendido su última gota. Llega a una estación de servicio al lado de una carretera y encuentra una llave de agua corriente llena de aire; se adentra entonces al único comercio y de un congelador extrae unos hielos. Llevárselos a la boca y desvanecerse son actos simultáneos. Ésta sugerida culminación de un largo trayecto emprendido por el caminante no es sino el inicio de París, Texas, road-movie del cineasta alemán Wim Wenders, filmada en suelo estadounidense.


Travis Henderson (Harry Dean Stanton) permanece aislado, su comportamiento transmite que está en otro lado. Pareciera que reencarna del olvido. No habla. Su hermano Walt (Dean Stockwell) acude a su encuentro: no ha tenido noticia de Travis en más de cuatro años. El misterio dicta el hallazgo. El mutismo será salvado casi a regañadientes. Aparentemente, Travis se irá reinsertando –es un decir- a su entorno.


Pronto nos enteramos que existió el tiempo en que hubo una familia integrada por Travis, Jane (Nastassja Kinski) y un hijo, Hunter (Hunter Carson), este último ahora adoptado por Walt y su mujer. ¿Qué pasó? Todos nos lo preguntamos, empezando por Walt. ¿Qué pasó para que las cosas terminaran así? Así como comienza, queda claro, esta película.



Vamos a hablar de espejos; de sus reflejos y de lo que hay detrás de ellos. Al final de cuentas es así como resumiría París | Texas: una narración que asemeja en más de un sentido el acto de explorar la imagen que nos asesta la superficie reflejante de una ventana. Esa ventana que es el cine nos acerca, hasta donde le es posible, a la vida de estos personajes.


A veces el cine es también un espejo que nos regresa la imagen suspendida del tiempo pasado: en un momento de la película, Walt y Hunter preparan una proyección de vistas familiares filmadas en Súper 8 algunos años antes, cuando todo, digamos, transcurría normalmente. La función se realiza en honor de Travis. Al finalizar ésta la luz del proyector es apagada; la sala de la casa queda en penumbras: a Travis, y a todos, nos envuelve la oscuridad. La mujer de Walt, Anne (Aurore Clement) –quien junto con él han venido ejerciendo de padres del hijo de Travis- dice: “Hunter, es momento de irse a la cama”. (El niño se despide de ambos, Walt y Travis, llamándolos “papá”, a la vez). Mientras Anne lo acuesta se da éste diálogo con el niño, en referencia a Travis y Jane:


H: ¿Crees que aún la ama?

A: ¿Cómo lo voy a saber?

H: Yo creo que sí.

A: ¿Cómo lo sabes?

H: Por la forma en que la miraba.

A: ¿Te refieres a cuando la vio en la película?

H: Sí. Pero no es ella.

A: ¿A qué te refieres?

H: Es solo ella en una película, hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana.


¿Cómo se debe ver un padre? Se pregunta Travis ante el espejo, probándose diferentes atuendos. Lo ha olvidado y hurga en la imagen de sí mismo algún atisbo de respuesta. Él, que valiéndose de unos binoculares, sigue la trayectoria de los aviones que sobrevuelan la zona residencial donde radican Walt y su familia –al lado de un aeropuerto- a través de la sombra proyectada por estos en el suelo. Es el mismo hombre que desecha la idea de transportarse en ellos, no sabemos si por temor o por la simple (y cada vez más incomprensible según los cánones actuales) necesidad de rechazar la prisa y preferir el desplazamiento lento, autogenerado, contemplativo, necesario. El padre logra hacerse de un vestuario y acude a recoger al niño. Y, separados por el arroyo vehicular, padre e hijo logran hacer contacto. Caminan, cada quien por su lado, en la misma dirección: se ven a si mismos | e imitan, divirtiéndose, los pasos que improvisadamente van dando hasta que, llegado el momento, Travis y Hunter abandonan la separación y caminan juntos. Un reencuentro más.


En tanto, llegamos a la mitad de la película y eso también me sugiere una estructura de espejo: la segunda mitad consistirá también en un viaje. La búsqueda que emprenderá Travis, esta vez en compañía de su hijo, para reencontrarlo con su madre.


Hay un episodio en el cual padre e hijo conversan mientras consumen un refrigerio en la camioneta recién adquirida por Travis, estacionados estratégicamente en medio de una zona de pasos a desnivel de la ciudad de Los Ángeles. La vocación turística de la postal nos podría distraer de la significación que un lugar así posee. Es un cruce de caminos: un espacio en donde es posible diagramar un sinfín de sentidos: los que vienen | y se van; los que llegan | y los que parten concurren, acompañándose, en un mismo instante. Allí nuestros personajes fraguarán su siguiente andar.


Y todos los caminos llevan a Houston. Es allí donde habrán de reencontrar, padre e hijo, a Jane. Hemos visto como paulatinamente la pérdida de la memoria en Travis ha ido subsanándose. Nos hemos preparado, junto con él, para el choque final: la reincorporación al presente del pasado: dos imágenes que se pierden y se recuperan: visiones de las que nosotros, expectantes, recogeremos los reflejos.


Ambos compañeros arriban al campo. Y es Hunter, como buen cazador que es, quien atisba primero a la presa, y despierta a Travis. Rápido. Hay que perseguirla hasta su guarida para poder capturarla.


Travis, más experimentado para la comisión, es quien merodea, mide el terreno. Cuidadoso, se prepara para la embestida final. Pero...


Antes: Luego de un primer acercamiento con la presa, Travis trama lo que habrá de suceder. Aloja al niño en una habitación de hotel. Él, Travis-padre, deja un mensaje a su hijo grabado en un casete: un registro sonoro que explicará, mediante su reproducción, lo que en persona no le es posible.


Después: Él, Travis-hombre, ha salido al encuentro de quien fuera su mujer | y madre de su hijo.


Lo que a continuación presenciamos es, simplemente, extraordinario. Una larga secuencia cercana a los veinte minutos: mágica, terrible, conmovedora: absolutamente cinematográfica.


Y da comienzo: Travis sentado, de espaldas a la cámara. Sostiene el auricular de un teléfono | interfono pegado a su oreja. Enfrente, un marco | ventana | espejo en donde se mira | y nosotros lo vemos | reflejado. Súbitamente se hace la luz dentro del cuadro y aparece una mujer rubia con un vestido negro, ajustado. Es Jane. El decorado escogido por Travis para el encuentro es el de una cafetería: va, de alguna rebuscada manera, a tomarse un café con una vieja conocida. Se recalca lo obvio: es un decorado | una simulación: cualquier parecido con el cine no es mera coincidencia.


Se saludan. Enseguida Travis averigua si acaso Jane consiente en escuchar algo que le quiere contar. Ella accede: tiene todo el tiempo. La concesión obliga a Travis a tomar sus debidas previsiones: acomoda su asiento (sea válida la redundancia) de la manera en que mejor le acomoda: de espaldas al marco, a Jane, a su propio reflejo | de frente a la cámara, a nosotros. Podemos inferir probablemente sin equivocación que disponerse de esa manera le permite a Travis desenvolver su relato: él sabe que ella, de cualquier manera, no puede verlo: es él quien no quiere tenerla enfrente, paradójicamente, para poder verla mientras acomete la historia. Ello da como resultado (entre muchas otras lecturas) que, espacialmente, ambos estarán dirigiendo su mirada hacia el mismo punto, aun cuando haya una barrera semitransparente | semireflejante entre ambos. Esa cortina de cristal devendrá en pasadizo a través del cual conoceremos a un hombre y una mujer: una pareja.


T: I knew these people...

J: What people?

T: These two people...


Es una lección de cine. Toda la secuencia, imborrable. Y me atrevo a decir que toda ella es un homenaje al cine mismo: (arrebatando la licencia poética que me sea permitida) una suerte de cine dentro del cine. Travis construye su relato en tercera persona: se refiere a ella y a él: a aquellos que son | fueron ellos mismos. Hablará de estas dos personas desde su óptica, claro: desde lo que él vio | ve. La película dentro de la película la estamos viendo nosotros: testigos privilegiados que pasamos magistralmente de una cabina a la otra, sintetizando la historia de ambas nosotros mismos. Al atender las palabras y los gestos | las lágrimas y los recuerdos, vamos recreando la película de sus vidas. Parafraseando al poeta: Espectador, no hay película; se hace la película al verla (y el espectador se realiza también).


Mientras Travis habla de aquella muchacha, Jane en su cabina se ve a sí misma en el marco | espejo, un reflejo. Travis no la ve propiamente y habla desde el recuerdo, ahora vívido, un tanto ecuánime. Él es, para ella, un anónimo que se va transmutando en un viejo conocido. Ella misma se va descubriendo, por efecto de la voz que profiere la bocina, en la imagen que le regala la ventana. ¿Qué hay detrás de la imagen que el espejo nos regresa? “Intenta a apagar la luz”, le dice Travis para aminorar el efecto reflejante. “Nunca lo había hecho”, confiesa Jane. Así, ella se acercará a esa pantalla para esculcar lo que hay detrás. Uno mismo. El otro. El pasado. Todo junto. Nada.


Cuando toma el turno para hablar, Jane hará automáticamente lo mismo que Travis previamente: se acomodará a espaldas del marco.


La despedida cierra de una manera que, aunque no puedo explicar, no hace sino remitirme a la escena en la casa de Walt, cuando la función de vistas familiares concluye y el proyector se apaga: allí la oscuridad invade. Ahora, en este caso, la invasión de la luz que Jane vuelve a prender es la que finaliza cuando el cuadro se ha vaciado de los personajes. Comenzamos la travesía en la cabina del lado de Travis | la terminamos del otro lado del marco.


La misión que Travis se ha propuesto cumplir termina satisfactoriamente en el cuarto de un hotel, en un piso elevado. Él es testigo a la distancia. Colocado estratégicamente en la azotea que sirve de estacionamiento de un edificio cercano al hotel, observa el reencuentro del hijo con su madre | de la madre con su hijo a través de la ventana de la habitación donde se lleva a cabo.


Acto seguido, el conductor toma nuevamente la carretera.


No fue posible un final que incluyera un reencuentro total, un retomar –en adelante- la historia de amor trunca. Hay sentimientos que no vuelven (al menos no lo hacen de la misma manera). Travis sabe que, en Houston, we have a problem.


Quizá sea momento, por fin, de llegar | regresar a París, en Texas.



Dejar de mencionar que la historia es de Sam Shepard y la adaptación fue escrita por L.M. Kit Carson; que el fantástico trabajo con la cámara es obra de Robby Müller, y que la música corre a cargo de Ry Cooder (el empleo que hace de la Canción Mixteca como leitmotiv), sería un pecado.



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Título en México: París, Texas/ Paris, Texas/ D. Wim Wenders/ H: Sam Shepard - G: L.M. Kit Carson/ F: Robby Müller/ M: Ry Cooder/ R: Harry Dean Stanton, Nastassja Kinski, et ál./ Alemania Occidental-Francia-Reino Unido/ 1984/ Color/ 147 min. | UPC: 024543130741 | Tráiler.


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miércoles, 9 de septiembre de 2009

La butaca alada levanta el vuelo

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Soy un mexicano nacido en 1976. Atraído por la cinematografía desde pequeño. El disponerme a ver una película es uno de los momentos que más disfruto y procuro hacerlo regularmente. Algunos años de mi vida los pasé en una escuela de cine y, quizás por ello, no descarto del todo­ –como cualquiera dentro (o incluso fuera) de la misma situación– inmiscuirme posteriormente en algún proyecto personal. Me asumo de entrada como un espectador: un cinéfilo más.

Después de pensarlo mucho (a ver si mejor no debí continuar dándole vueltas) decido abrir La butaca alada.

Es mi intención verter en este espacio diversas reflexiones en torno de algunas de las películas que considere, más que pertinente, necesario abordar; además, procuraré plasmar una serie de consideraciones personales acerca del universo cinematográfico en general.

En algunas ocasiones adoptaré la reseña; en otras me abocaré a algunos de los tópicos expuestos en los filmes; en algunas más, tal vez, me referiré especialmente a los realizadores que los permitieron. Lo haré un tanto libremente. La constante, espero, será el intentar transmitir en lo dicho el entusiasmo, las interrogantes, la admiración, el gozo, la incomodidad, la confrontación, en fin, aquellos elementos que en mí se despertaron ante la exposición de la obra cinematográfica en cuestión y que considero, por ello, merecen la pena –no la pena sino el gusto– de ser abordados.

Contingentemente escribiré sobre asuntos que suelen ser inherentes a la búsqueda de la satisfacción ante la exposición al espectáculo cinematográfico: pienso en la experiencia de acudir a la sala de cine y en todos los factores que conjuran para arruinar dicha celebración: pienso en la renuencia de los grandes exhibidores por mostrarle a su público un ramillete fresco de películas de procedencias y temáticas diversas y limitarnos las más de las veces, estrechamente, a aquellos títulos que de por sí –y probablemente no sin ansia– veremos; asimismo, pienso en el público repelente a recibir propuestas apenas diferentes al tipo de películas que rigen su norma.

El público: comunidad tantas veces carente de educación civil (por no decir sólo cinematográfica, aunque, en éste sentido probablemente sea más propio hablar de cultura) que concurre en la sala con la finalidad de masticar palomitas, propinar puntapiés al asiento de la hilera de enfrente o, de plano, suspender los pies en la cabecera del mismo, además de atender acuciosamente sus artilugios de comunicación móvil y chismorrear entre sí, como si de una cafetería se tratara y no de un cine; de alguna manera ese público, el que se mete en todo menos en la pantalla –que desperdiga su mente en tanto el sagrado misterio se manifiesta, también será objeto de rondas en estas líneas.

Pienso, primeramente, en una butaca. Aquella en la que cada vez que presencio una película espero haber atinado en apoltronarme. Esa butaca es un asiento mágico, a veces cómodo y otras –para bien– no tanto. Un lugar en el mundo que me proporciona las alas, por un espacio de tiempo dictado por el cine, para permitirme mirar el universo: para verme a mí mismo en una pantalla, que se borra, transparentándome.

Aunque muchas veces una habitación se convierte en una sala de cine, y una cama o un sillón cualquiera en butaca, el ritual permanece: no sólo en el templo se verifican los creyentes.

Hay tal cantidad de butacas aladas como espectadores dispuestos a sentarse en ellas.



Complementariamente, en @cinencomienda consignaré sucintamente algunos de los títulos que la cartelera en general vaya prodigando, además de alguna que otra cosa relacionada. El sitio también emitirá alertas sobre la eventual publicación de nuevas entradas en La butaca alada.



[ Mi butaca levantó el vuelo (o eso quiero creer) realmente en una fecha indefinida. Éste blog, sin embargo, lo hace el miércoles 9 del mes 9 del 2009, y siendo las 9 horas con 9 minutos (GMT -06:00). 9 días antes de mi cumpleaños. ]

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